martes, 4 de agosto de 2009

“Mientras se conserve intacto el amor, ni la muerte podrá deshacerse de los recuerdos vividos”

Eran aproximadamente las 4 y 55 de la mañana del 10 de mayo de 2001, y yo me encontraba en el baño que estaba al final de la casa, donde la puerta era una cortina que a estas horas de la mañana se mecía por los soplos del viento provocando en mí una incertidumbre constante durante el baño.

Al igual que el frío que sentí en mi cuerpo cuando empezaba a caer el agua, así de frío y escabroso fue el grito que escuché y que si mis malos cálculos no me engañaban provenían de la primera habitación de la casa, mi corazón se negaba a una realidad posible, de inmediato cerré la llave, me sequé rápidamente y me puse la pijama, corrí ese corto pasillo como si estuviera corriendo por la calle más larga que pudiese existir, pasé la cocina y allí no había gente, el último cuarto estaba cerrado, el segundo que era el mío y el de mis padres se hallaba desierto, el comedor y la sala solitarios y finalmente como lo sospechaba todos estaban en la primera habitación, con los rostros enmudecidos, colmados de gotas que recorrían sus mejillas, la desesperación latente y la tristeza inconsolable.

Mi abuela no hablaba, estaba estupefacta. Esa había sido la primera noche que se había separado de ese cuerpo que le regaló tantas alegrías, con el que compartió tantos sueños y con quien dio fruto a cuatro hijos, producto del amor. Junto a ella mi madre, con la expresión más triste que jamás he visto en su rostro, se había ido la mitad de su vida, se había ido una persona que para ella significó el amor, la comprensión y compañía de una madre, se había ido su paciente de domingos. Pero no sólo ella estaba así, ¡oh! sorpresa para mí, poder ver lo que tanto había deseado, pero en momentos tan dolorosos no era tan grato, mi padre por primera vez o por lo menos para mí, expresaba su dolor, no ocultaba el sufrimiento que le provocaba ver inerte a su amigo, compañero y padre de casi quince años, se iba su concejero, el que alguna vez fue su guía y su ánimo. Y él también estaba allí, mi hermanito, fiel heredero de la aparente dureza paternal, sólo lloraba, no sé por cuál de todos los cuadros que observaba, sólo pude descubrir en él un aturdimiento infinito. Y yo, mi rostro, mi vida, quizás en estos momentos lo recuerde con dolor y lágrimas, pero en ese momento, cuando entré a esa habitación las lágrimas no querían salir, recuerdo que hacía mucha fuerza por llorar, ver a los demás en un mar de lágrimas me hacía querer por lo menos hacer un charco de las mías, pero no pude, lo único que sí recuerdo y que tengo muy presente, es que apenas ingresé al cuarto y descubrí en los rostros tanta amargura supe que mis más temidas sospechas eran realidad.

Me acerqué a su cuerpo con la esperanza de revivirlo, lo toqué, estaba congelado, más frío que siempre, sus músculos tensos, su rostro sereno, y aunque parecía estar contento, a mí la rabia y la tristeza me carcomían por dentro, no sé por qué pero recuerdo que sacudí el cuerpo con tanta fuerza que conseguí por fin dejar derramar aquellas lágrimas de rabia, de amor, porque al igual que todos los allí presentes la muerte me acababa de arrancar uno de los mejores regalos que la vida me había dado, una persona que me dio tantas alegrías, que compartió conmigo sus sueños. Se llevaba la mitad de mi existencia, se llevaba el amor, la comprensión y compañía de una madre y de un padre, se llevaba mi paciente no de domingos sino de días enteros, me arrancaba a mi amigo, consejero y compañero de tardes de poemas a la luz del atardecer, se llevaba mis esperanzas.

Su muerte ha sido sin lugar a dudas el dolor más fuerte y profundo que hasta mis días he sentido. Nunca respondió a mis reproches mientras sacudía su cuerpo, mi inocencia era tan grande que esperaba un suspiro de él, era tan grande que esperaba una sonrisa suya, era tan inmensa que creía que estaba durmiendo y que pronto se despertaría y me abrazaría como lo hacía siempre con sus palabras dulces y sinceras, pero me di cuenta que se había ido para siempre y que nunca más escucharía su melodiosa voz y que nunca más volvería a sentir el calor de sus manos.

Encima de su cuerpo, resignada a las leyes de la vida, le di el beso más hermoso y el abrazó más puro que le pude haber dado en vida, aceptaba que lo había perdido y lo entregaba, no sé si a la vida, si a la muerte o si a Dios, en esos momentos solo supe que lo amaría por siempre, que para él mi amor sería eterno, recuerdo que alguien me quitó del cadáver y me llevó al patio. Vi llegar el carro fúnebre, vi cómo lo sacaban de la casa en una bolsa negra de cuero, vi cómo se lo llevaban, para dónde, la verdad no lo sabía, pero lo que venía era peor, porque aunque yo había aceptado su muerte y su partida, no me había hecho a la idea de su ausencia.